Un continente atravesado por el descontento social


Los comicios italianos evidencian una realidad que las dirigencias europeas no querían ver. Detrás de la crisis económica acecha una profunda desconfianza en el sistema político.
Por Javier Borelli
Ingobernable. El entreverado adjetivo se tradujo en múltiples idiomas y escaló a la cima de las páginas de todos los diarios que hablaban sobre la situación política italiana tras los resultados de las elecciones que dejaron un parlamento fraccionado y sin perspectivas de alianzas que permitieran pensar en la formación de un gobierno perdurable. La foto de Roma que ilustraba las portadas de los matutinos era la última del pesado álbum de la crisis europea que no para de anexar hojas y que ya nadie sabe cómo (ni si se puede) cerrar.
Una hojeada rápida permite reconocer instantáneas de los 27 países que integran la Unión Europea (UE), aunque la gran mayoría corresponden a los 17 que comparten la moneda. El motivo puede buscarse al inicio del cuaderno que muestra imágenes de grandes bancos privados. Una de ellas está fechada el 9 de agosto de 2007. Aquel día el Banco Central Europeo (BCE) anunció que rescataría 49 entidades financieras que habían quedado en la cornisa por su comportamiento especulativo con créditos hipotecarios.
Las corridas bancarias recién comenzaban y el patrón que estableció el BCE no haría más que complicar la situación de los países de la eurozona que comenzarían a sentir cómo ajustaba el collar que habían decidido colocarse al resignar herramientas de su soberanía económica. Las correas las sostuvieron la UE, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el BCE, conocidos desde entonces como la troika, quienes sugirieron una receta que ya fracasó en estas latitudes: nacionalización de la deuda privada, privatización de empresas estatales y ajuste en el gasto público.
Los primeros resultados evidentes fueron, al igual que en la América Latina de fines de los 90, el aumento brusco del desempleo y la conflictividad social. El mes pasado un 10,8% de los ciudadanos europeos no conseguían empleo (contra un 7% que estaban en esa situación en 2008) y el cuadro se ponía más dramático en los países más endeudados: tanto Grecia como España tenían a más de uno de cada cuatro habitantes sin trabajo y a más de la mitad de sus jóvenes de entre 15 y 24 años. Precisamente este grupo etario fue el que visibilizó la crisis al llevar la protesta la calle. Su gesta quedó eternizada en el acampe en la Puerta del Sol madrileña del 15 de marzo de 2011, impulsada por una organización que reclamaba Democracia Real Ya, que pedía el fin de un sistema dominado por banqueros y políticos. Nació allí un movimiento que se extendió por toda la región y que tomó el nombre de un libro de 32 páginas del escritor francés fallecido este miércoles Stéphane Hessel, y que fue publicado apenas un año antes: “¡Indignaos!”.
Pese a la popularidad que adquirió la protesta en España, esa no era la primera vez que se escuchaba un reclamo semejante. En diciembre de 2008 Atenas ya había explotado y con mayor violencia, pero la consecuencia menos deseable para los promotores de las medidas de austeridad recién empezaba a reconocerse con claridad: lo que se estaba resquebrajando era el propio sistema político.
Los indicios estaban a la vista pero la elite política prefería mirar para otro lado. En mayo de 2010, y por primera vez en la historia, ningún partido obtuvo mayoría absoluta en la Cámara de los Comunes tras los comicios en el Reino Unido y el conservador, David Cameron, debió acordar con el liberal demócrata Nick Clegg para formar gobierno. La advertencia desatendida en la segunda economía europea golpearía más fuerte sobre los países de la eurozona.
Condicionado por las exigencias de la troika el primer ministro griego, Yorgos Papandreu, renunció a su cargo el 11 de noviembre de 2011 y en su lugar fue designado el ex vicepresidente del BCE Lukas Papademus, que llevó adelante un gobierno tecnócrata. Cinco días después, Italia siguió el ejemplo al designar como Presidente del Consejo de Ministros al ex comisario europeo Mario Monti en reemplazo de Silvio Berlusconi, quien había comprometido su renuncia para lograr que el Parlamento votara un nuevo ajuste fiscal.
Cuatro días más tarde, el 20 de noviembre, se desarrollaron las elecciones generales en España, que debieron anticiparse cuatro meses. Esos comicios, ganados por el conservador Partido Popular de Mariano Rajoy, expresaron el descontento de sus ciudadanos al dejar conformada una de las legislaturas más pluralistas de la historia democrática española y reducir el caudal de votos para las dos principales facciones políticas.
La crisis de los partidos tradicionales en Europa se volvió inocultable seis meses después en Grecia. Tras los comicios generales ganados con poca diferencia por el conservador Nueva Democracia, sus principales referentes no pudieron formar gobierno. El presidente Karolos Papoulias ofreció entonces esa responsabilidad al partido de izquierda Syriza, que tampoco pudo hacerlo y, finalmente, al saliente Passok que obtuvo igual resultado. A raíz de ello debió llamarse a una nueva elección en la que Nueva Democracia y Passok obtuvieron los escaños suficientes para formar un gabinete aunque no lograron aún resolver la crisis.
En el extremo noroeste del continente, marginado por la geografía, está la excepción a la regla. La pequeña Islandia, de apenas 330 mil habitantes, vivió la burbuja de la especulación tras la desregulación de su sistema bancario en 2001 y estalló junto con la crisis en 2008. Hoy cumple siete trimestres creciendo a una tasa del 2,5% anual.
Su receta fue nacionalizar los bancos y devolver los ahorros de los islandeses, pero no los de los inversores extranjeros que habían llegado atraídos por las altas tasas de interés. Juzgó a los responsables políticos y a los banqueros y reformó la constitución con el fin de evitar que se repita un hecho semejante. En el medio, la sociedad islandesa tuvo que sufrir la inflación, la depreciación de su moneda y una caída del salario real, pero lentamente el empleo comenzó a subir y su economía a crecer. Vale aclarar que Islandia no estaba comprometida a seguir los lineamientos de la troika porque nunca concluyó su adhesión a la UE que inició formalmente en 2009.
Cuando las crisis se instalaron en el Cono Sur era una constante la alusión a la fragilidad de los regímenes presidenciables en contraste con los estables sistemas parlamentarios europeos. Hoy, con varios gobiernos latinoamericanos que refrendan su gestión en las urnas en medio de un sostenido crecimiento económico, la comparación exige una revisión que contemple otras variables. La salida vernácula, entre otros factores, estuvo signada por la desobediencia a las exigencias de algunos organismos internacionales que se obstinaban en reincidir en las recetas económicas que contribuyeron a la crisis. La salida de Europa, por ahora, es una incógnita. «
Artículo publicado en la edición impresa de Tiempo Argentino el 02/03/2013

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